martes, 3 de agosto de 2010

Sobre el odio


El odio es un sentimiento negativo, que normalmente suele provenir de algún trauma, complejo o miedo y con frecuencia está íntimamente ligado a lo irracional. Suele ser la combinación de ignorancia y miedo, y los fogones los enciende el prejuicio. En todo caso, lo lógico sería que se odiara a alguien o a algo en particular individualizable, porque en caso contrario se cae en una generalización. Entonces, odiar a un país, nación o comunidad (el término es lo de menos) es ridículo y carece de sentido puesto que un grupo humano tan amplio no es homogéneo sino muy diverso y además un país, una nación o una comunidad son entidades abstractas que luego las personas concretan, cada una con su singularidad. Ni una persona sola representa a su país y ningún país se define como un conjunto compacto de individuos idénticos.

Simpatizar, amar o identificarse con un país, nación o comunidad no implica ni mucho menos odiar a otra. En mi caso, yo soy catalán aunque desde un punto de vista legal y jurídico esté  regido por normas y leyes del Estado español, pero no me siento español (los sentimientos son personales e intransferibles, por lo tanto no sujetos a juicios de valor o a debates opinativos, y el argumento de que en el d.n.i pone español me parece propio de una flojera mental). Me siento catalán, cosa que no puede ofender a nadie, y no odio a España, pero tampoco es para nada ofensivo que alguien se sienta español (el simplismo, primitivismo y maniqueísmo del nacionalismo español consiste en creer que quién defiende Catalunya está atacando a España). La clave está en el mutuo respeto, precisamente lo más difícil de conseguir.

Aquí entramos en el quid de la cuestión. Parece algo inevitable o cosustancial al ser humano el hecho de mirar con malos ojos lo que se aparta del prototipo, del modelo establecido o de la normalidad. En estos tiempos, en los que curiosamente la globalización tendría que haber convertido en natural y cívica la convivencia entre ciudadanos de diversos pueblos e ideologías, más que nunca se ve la diferencia con reticencia como una amenaza, no como una riqueza. Ésta es la situación que padece Catalunya dentro de España, la de no aceptación de sus particularidades, de su idiosincrasia, de su diferencia, que en ningún caso equivale a anormalidad o a capricho ni tampoco a privilegio. En este sentido, se puede considerar que está al mismo nivel que otras comunidades o sectores que por otras razones siempre han sido oprimidos: mujeres, personas de color, gitanos, judíos, moros o rumanos. Y sin embargo, las encuestas siempre llegan a la misma conclusión: España es un país que no se considera racista. ¿Si en España, mayoritariamente, ya no se respetan habitualmente las diferencias interiores, las provinentes de su propio territorio (las de la cultura catalana, vasca y gallega), cómo se va a respetar las procedentes de fuera de sus fronteras? Aquí por desgracia aún funciona con bastante frecuencia “el moro mierda”, “el negrata”, “el sudaca”, extrapolación lógica y natural del proceso de odio iniciado con las expresiones “polaco” o “catalufo” que además muestran mala educación y una profunda ignorancia geográfica. En España, pues, lo que se aleja del modelo “varón de raza blanca que se expresa en castellano y reniega de quiénes no comparten su visión única”, es decir lo que se aparte del monoculturalismo (mono como sinónimo de primate) ya es visto con suspicacia.

Volviendo a Catalunya, hay una metáfora sencilla y muy comprensible. Pongamos por ejemplo que hay una persona que, sólo y exclusivamente por sus diferencias, las que sean, siempre ha sido mal vista por el resto de sus vecinos, ¿no es lógico que no tenga ninguna simpatía por la comunidad y que, por lo tanto, no se identifique con ella ni se implique en ninguna causa colectiva? Salvando la distancia de la comparación, eso sucede con Catalunya. Tantos siglos de opresión y tantos episodios históricos consecutivos que ni la aparición de la democracia han detenido sólo pueden conllevar resquemor y  mal ambiente. ¿Si a uno le odian sin ningún motivo, y aún más por ser de un país, cosa que no se escoge, o por identificarse con una cultura, algo que no ofende ni lesiona a nadie, no es lógico que no sienta precisamente afecto por quién le trata con menosprecio?

Teniendo en cuenta que está fuera de todo sentido común odiar a un país por lo explicado anteriormente, y que tampoco es lógico hacerlo tomando como referencia una persona del país (la parte por el todo), la pregunta es ¿de dónde viene el odio? ¿De la envidia por haber sido capaces de mantener de manera pacífica una cultura y una lengua? ¿De creer que esa lengua y cultura podrían suponer una amenaza a la supervivencia de las suyas? ¿De no haberse sometido al yugo de la lengua/cultura dominantes? ¿O del simple y primario rechazo a la diversidad? ¿Será que en realidad en el fondo lo que quieren es algo tan inmoral como la aniquilación de la lengua y la cultura catalanas?

El que es diferente no tiene que justificarse. Algún autor ha apuntado que Catalunya sufre un síndrome parecido al de la mujer maltratada. Siguiendo con el paralelismo, se podría decir que tiene dos opciones: callar y aguantar o rebelarse. Pero España (para ser más precisos, cierta España,en todo caso la más ruidosa mediáticamente, la de la derecha apoyada por la iglesia y el ejército, aunque un españolista de derechas y otro de izquierdas no se diferencian en casi nada) trata a Catalunya bajo la fórmula del “ni contigo ni sin ti”, poniendo zancadillas y quejándose al mismo tiempo cuando se levanta, es decir, negándole su legítimo derecho a la plena normalización de su lengua y cultura pero recordándole su deber de participar económicamente en el conjunto (con una aportación mayor que la mayoría de las otras regiones) cuando surgen las voces que invitan a la autodeterminación o a la independencia. En otras palabras, Catalunya sería sólo bien vista por unanimidad y gozaría de la estima del resto de zonas de la península si se españolizara, es decir, si renunciara a sus peculiaridades, a sus características y se subsumiera en el todo (si adoptara la lengua y cultura castellanas como propias y habituales); sólo así conseguiría una armonía, una sintonía, una conexión dentro del conjunto como parte indistinta. Pero claro, sería a costa de renunciar a su parte. ¿Cuándo uno no está a gusto en un sitio y lo tratan mal, la reacción natural no es irse?

Dado que no hay argumentos racionales para odiar a Catalunya, algunos tienen que recurrir a sus paranoias o cruzadas personales (como el forero FacHans Castorp de Muzikalia) e inventarse motivos tan peregrinos como el hecho de que toda España puso dinero para los olimpiadas de 1992. ¿No puso también toda España dinero para la Expo de Sevilla del mismo año o para los Juegos Mediterráneos de Almería o los ha despilfarrado de mala manera para la candidatura de Madrid que ha fracasado ya dos veces? ¿Eso significa que automáticamente también tenemos que odiar la gente de esos sitios?

Retomando la comparación, cuando la mujer decide poner fin a la situación de abuso, la alternativa más natural es la separación. ¿Cuándo una mujer se separa de su marido, también se trata de separatismo? Los intolerantes y los fascistas, en su constante afán tergiversador, hablan de victimismo para intentar girar la argumentación. Pues yo prefiero ser victimista que verduguista.