martes, 3 de agosto de 2010

La transición española


La transición fue una pantomima. Así de claro. A pesar de que la historiografía y los medios hayan insistido hasta la saciedad y el hartazgo que fue modélica, que se elogie la conducta del rey y que en cierta opinión pública haya calado el convencimiento de que se hizo de la mejor manera que se pudo, llegando al extremo de decir que prácticamente no hubo alternativa. Esto es falso. No sólo porque las cosas, en general, siempre se pueden hacer mejor sino porque lo que imperó allí fue la cobardía. No se hizo borrón y cuenta nueva como en Alemania, juzgando los criminales del régimen antidemocrático, regenerando instituciones y partidos. Franco murió en la cama y se propuso dar cabida a todo el mundo, incluidos los franquistas, para no alterar sensibilidades. De ahí que Alemania nos lleve más de 60 años de ventaja en cuanto a higiene democrática: 30 años cronológicos imposibles de recuperar (la caída del nazismo se produjo en 1945 mientras que la del franquismo en 1975) más los 35 que llevamos por hacer una desastrosa transición. La fragilidad de la transición se aprecia claramente en algunos detalles, desde el golpe de Estado de 1981 (el enjuiciamiento y encarcelamiento de todos los franquistas hubiera impedido su posterior rearme) hasta los recientes recelos sobre la ley de la memoria histórica, la polémica sobre el archivo de Salamanca o las voces en contra sobre la retirada de estatuas de Franco y demás símbolos fascistas, el hecho de que se perciba como normalidad el doblaje del cine en catalán…medidas que se debieron haber tomado al principio de la democracia y que ahora se verían, no como reclamaciones ni revanchismos, sino como fruto de una normalidad pacífica, cívica y consensuada.

Ante la expectativa de la transición, España tenía una oportunidad histórica para apelar a la unidad entendida como la hermandad de los pueblos y reconciliar los bandos, pero no una unidad homogeneizadora y centralista, sino una unidad en el sentido de un consenso con todas las sensibilidades y nacionalidades presentes en el territorio. Pero no fue así sino todo lo contrario. Tenía la oportunidad histórica de darse la mano y estrechar lazos con las sensibilidades del territorio que habían sufrido todavía más la represión cultural (Catalunya, Galicia y el País Vasco) por haber sido privados de su instrumento de comunicación y de sus manifestaciones culturales. Pero no. El pueblo catalán, el gallego y el vasco deberían ser admirados por haber resistido con tanta perseverancia como pacifismo a la ilegítima persecución y censura fascistas. Pero no. ¿Por qué? Con el progreso reestablecimiento de una aparente democracia y la lenta e incompleta normalización cultural y social de las lenguas distintas al español, ha calado en ciertos medios y en consecuencia en cierta parte de la opinión pública la idea de que las “demandas nacionalistas” de “determinadas regiones” ya han tocado techo y que ahora ya no se pueden permitir más exigencias. Como si el hecho de poder expresarse de forma oral y escrita en su propia lengua fuera una especie de concesión a la cual deberíamos estar profundamente agradecidos y que esa permisividad ya nos impidiera profundizar en ese desarrollo y normalidad de la lengua y cultura propias. Da la sensación que en la época franquista eran más comprensibles las reivindicaciones de las lenguas y culturas reprimidas (esta persecución no se ha reconocido hasta hace bien poco, al asociarse erróneamente y con mala fe con la falsa persecución de la lengua y cultura españolas en Catalunya) pero que ahora, con una supuesta normalidad democrática, ya no es posible ahondar más en la promoción y desarrollo de estas lenguas y culturas. Con lo que, al final, se descubre el verdadero nacionalista español intransigente que lleva mucha gente en lo más profundo de su ser, que en realidad no le hace ninguna gracia el avance y la normalización de lenguas y culturas distintas a la castellana y que públicamente no expresa este rechazo porque sería políticamente incorrecto pero que no lo ve con buenos ojos porque desde su mente tergiversada y desde su concepción monolítica y primitiva, asocia la normalización de las mal llamadas lenguas y culturas periféricas con el retroceso de su lengua y cultura españolas, a las que considera superiores e intocables.